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Literatura y gastronomía: amor perenne

Por Nan Chevalier

He recibido con alegría la información de que la Fundación Sabores Dominicanos y el Ministerio de Cultura han convocado a los escritores dominicanos a participar en el 1er Premio Nacional de Literatura Gastronómica “Julio Vega Batlle”, 2016. Como bien señalan las instituciones convocantes, la iniciativa responde al “deseo de fomentar la difusión de la gastronomía dominicana, en general, y para premiar la labor realizada por investigadores y escritores que han prestado especial atención a dicho tema”.

Desde sus orígenes, el arte literario ha contado con un ingrediente adicional que enriquece su encanto: la gastronomía. En las más remotas narraciones orales, y en las recogidas siglos después a través de la escritura, la fascinación de narradores y personajes por el buen menú y el comportamiento a la mesa es legendaria. En casos como los de La Ilíada y La Odisea, la manera en que se conservan los alimentos ha dado oportunidad al debate acerca del verdadero creador o creadores de ambas epopeyas: en la primera, los guerreros viajan con el ganado vivo en las embarcaciones; en la segunda, con la carne, porque ya los guerreros conocen las propiedades de la sal para la conservación de alimentos, detalle que podría significar una diferencia de décadas o tal vez siglos entre la creación de una y otra obra.

Cada época introduce variaciones en la gastronomía, cambios que responden a aspectos varios: costumbres, religión y situación económica de las sociedades. Esas transformaciones aparecen registradas en las obras literarias de todos los tiempos. Pensemos, por ejemplo, en la peculiar alimentación de Don Quijote de la Mancha, así como en los usos medicinales de ciertos ingredientes en el libro: “Levántate, Sancho, si puedes, y llama al alcaide desta fortaleza y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer el salutífero bálsamo”; recordemos las costumbres y conducta gastronómicas de Gargantúa, la original obra renacentista de Francois Rabelais, hiperbólica al momento de preparar cualquier alimento: Gargantúa es capaz de combinar una ensalada y engullirla en un pan tan enorme que cabría un hombre dentro.

En la edad contemporánea también contamos con ejemplos memorables: llega a mi memoria la obsesión por las buenas recetas que posee el detective Pepe Carvalho, de Miguel Vásquez Montalbán, en las novelas protagonizadas por ese personaje —de forma particular en Tatuaje:

El local olía a riñones al jerez. Carvalho buscó una mesa rinconera desde la que pudiera ver todo el recinto y dejó que el aire espesado por la grasa de los riñones le impregnase las narices, la boca, la lengua. Pidió una ensalada castellana y riñones. Trató de imaginar todo lo prometido por el adjetivo ‘castellana’ cuando acompañaba al sustantivo ‘ensalada’. Su imaginación fue más lejos que la del cocinero. Se trataba de unas patatas a la vinagreta con algunos olvidos de atún en escabeche, estratégicamente situados en primer plano sobre el adoquinado de las patatas.

Más reciente aún, el humor ligado a la gastronomía es notable en la novela negra Abril rojo, del peruano Santiago Roncagliolo, con su entrañable detective Chacaltana Saldívar y su menú de bajo mundo; el aroma de los alimentos influye en la manera en que Chacaltana entiende el amor: él recuerda con furor a su novia por el inconfundible olor a mondongo que se ha impregnado en ella en su labor de cocinera... Y no olvido, sobre todo, aquel duelo de capacidad de ingesta entre Aureliano Segundo y Camila Sagastume (La Elefanta), en Cien años de soledad; enfrentamiento honorable que casi acaba con la vida de Buendía debido al consumo apresurado de una enorme cantidad de alimentos, mayor incluso que la del Gargantúa rabelaisiano. Tampoco puedo sacar de mi cabeza la carta que Fermina Daza le envía a Florentino Ariza en El amor en los tiempos del cólera, accediendo a las pretensiones de Ariza, pero con una condición innegociable; leamos:

Iban a cumplirse dos años de correos frenéticos cuando Florentino Ariza, en una carta de un solo párrafo, le hizo a Fermina Daza la propuesta formal de matrimonio... Entonces fue Florentino Ariza quien le vio la cara a la muerte, esa misma tarde, cuando recibió un sobre con una tira de papel arrancada del margen de un cuaderno de escuela, y con la respuesta escrita a lápiz en una sola línea: Está bien, me caso con usted si me promete que no me hará comer berenjenas.

En la literatura dominicana, la preocupación por las costumbres culinarias está presente en muchos autores pasados y presentes. Es el caso de Emilia Pereyra en Cenizas del querer; el de Ángela Hernández, en Mudanza de los sentidos; el de Eulogio Javier, en el cuento “El cojo o Agustín Sánchez”, personaje que no concibe la alimentación si no va acompañada de un grasoso concón; los de Pedro Antonio Valdez, Valentín Amaro, Luis R. Santos... Y es, también, el mío, especialmente en la novela Ciudad de mis ruinas, en la que el doctor De Luna organiza una cena en su casa de campo y el lector se puede hacer una idea de los estratos sociales a los que pertenecen los personajes solo observando el comportamiento y el menú elegido durante la velada. Desde ese punto de vista, podríamos decir que, por un lado, cada menú es una visión del mundo; y por otro, que existe una relación imperecedera entre la literatura de ficción y la gastronomía, entendida esta última no solo como la preparación de una receta sino como el legado de costumbres de un pueblo.

En fin, resulta agradable la iniciativa tomada por La Fundación Sabores Dominicanos y el Ministerio de Cultura de convocar a este 1er. Premio Nacional de Literatura Gastronómica “Julio Vega Batlle”, 2016. Es un evento novedoso y trascendental que pone de manifiesto el trabajo de estas instituciones a favor de la cultura dominicana en sus diferentes manifestaciones.

¡Enhorabuena!

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